La dislexia es el trastorno del aprendizaje más frecuente entre la población infantil. Su prevalencia se estima entre el 5-10%, aunque según estudios llega a alcanzar el 17,5%. Aunque en España no existen estudios epidemiológicos en muestras grandes, no cabe duda de que la dislexia representa un problema muy importante, tanto por sus repercusiones académicas como emocionales. A pesar de afectar a una parte tan importante de la población, y de figurar entre las causas más preocupantes de fracaso escolar, existen diversos y controvertidos puntos de vista, no solo sobre la etiología y los mecanismos cognitivos implicados, sino incluso sobre la ubicación categórica.
La primera descripción corresponde a Kussmaul, que en 1877 publicó el caso aislado de un paciente que perdió la facultad de leer, a pesar de conservar la inteligencia, la visión y el lenguaje. La denominación del trastorno fue “ceguera verbal”. Correspondía a lo que actualmente diagnosticamos como alexia, es decir, la forma adquirida de trastorno de aprendizaje de la lectura. Unos años más tarde, en 1896, Morgan describió la forma congénita del trastorno, que recibió el nombre de “ceguera verbal congénita”. Aportaba la historia de un muchacho de 14 años que, a pesar de ser inteligente, tenía una capacidad casi absoluta para manejarse con el lenguaje escrito. Poco más tarde, en 1900, Hinshelwood, un cirujano de Glasgow, se interesó por los niños que no podían aprender a leer. Ello le permitió publicar la primera serie de tales pacientes en Lancet. Este autor propuso distinguir dos grupos de pacientes con dificultad para la lectura, según tuvieran o no retraso mental asociado. En el grupo sin retraso mental, donde se podía considerar el problema lector como puro, había pacientes cuyo defecto era muy grave. Para ellos utilizó el nombre de “ceguera congénita para las palabras”. Cuando la inteligencia era normal y la capacidad lectora baja, pero de carácter más leve, usó el término de “dislexia congénita”. Para el grupo con dificultad para la lectura asociada a retraso mental propuso el nombre de “alexia congénita”.
Orton propuso el nombre de “estrefosimbolia” en 1928. El mismo autor, en 1937, sustituyó esta denominación por la de “alexia del desarrollo”. Hallgren, en 1950, la denominó “dislexia constitucional”· No fue hasta 1957 cuando la World Federation of Neurology utilizó por primera vez el término “dislexia del desarrollo”. La definición aportada en aquel momento fue: “un trastorno que se manifiesta por la dificultad para el aprendizaje de la lectura a pesar de una educación convencional, una adecuada inteligencia y oportunidades socioculturales. Depende fundamentalmente de alteraciones cognitivas cuyo origen frecuentemente es constitucional.
La dislexia se contempla de forma muy similar en la Clasificación internacional de Enfermedades (CIE-10) y en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-IV-TR). La CIE-10 incorpora la dislexia en el apartado de trastornos específicos del desarrollo de las habilidades escolares bajo el término de “trastorno especifico de la lectura”. En el DSM-IV-TR se la denomina “trastorno de la lectura” y se incluye en el capítulo de trastornos del aprendizaje. La CIE-10, al igual que el DSM-IV-TR, establece como pautas para el diagnóstico que el rendimiento en la lectura sea significativamente inferior al nivel lector esperado de acuerdo con la edad, la inteligencia general y el nivel escolar. Según este sistema de clasificación, el mejor modo para evaluar la capacidad lectora es la aplicación, de forma individual, de test estandarizados de lectura. Se señala además que, en las fases tempranas del aprendizaje de la escritura alfabética, pueden presentarse dificultades para recitar el alfabeto, para hacer rimas simples, para denominar correctamente las letras y para analizar o categorizar los sonidos. Más tarde pueden presentarse errores en la lectura oral. Los errores más comunes son: omisiones, sustituciones, distorsiones, inversiones o adiciones de partes de palabras. La velocidad lectora es baja y es habitual observar falsos arranques, largas vacilaciones y pérdidas del punto de texto. También puede presentarse dificultad para la comprensión de la lectura, en parte derivada del esfuerzo para la descodificación fonológica.
El punto más cuestionado de las definiciones aportadas por el DSM-IV-TR y la CIE-10 es la necesidad de que para establecer el diagnóstico deba existir una discrepancia entre el nivel de inteligencia y el nivel lector. Incluso la CIE-10 contempla como criterio de exclusión la existencia de un cociente intelectual inferior a 70. El uso de dicho criterio presenta ciertas incongruencias. Con el fin de aportar argumentos sobre la utilidad o no de emplear la discrepancia nivel lector/cociente intelectual como criterio diagnóstico, es preciso reflexionar sobre cuatro aspectos relacionados con la interacción entre cociente intelectual y habilidad lectora.
En primer lugar se debe tener en cuenta que la práctica lectora influye decisivamente, de forma general, en las habilidades lingüísticas. La lectura favorece la adquisición de vocabulario y agiliza el razonamiento verbal. De ello se interfiere que la capacidad lectora explica una parte de la varianza del cociente verbal y en consecuencia del cociente intelectual total. Por tanto, los diagnósticos basados en discrepancia entre nivel lector y cociente intelectual verbal o total son excesivamente conservadores, pues excluyen precisamente los casos más graves de dislexia, en los cuales existe un fuerte impacto sobre los niveles de inteligencia verbal o general, medido por los test de inteligencia.
En segundo término, la discrepancia entre nivel lector y cociente intelectual no verbal o razonamiento perceptivo genera otras incongruencias. Por un lado, un razonamiento perceptivo relativamente bajo excluiría de la discrepancia a un considerable número de niños con bajo nivel lector. Si la premisa básica para justificar el uso de dicha discrepancia se sustenta en la independencia entre estos parámetros, resultaría que el bajo nivel de razonamiento perceptivo se convertiría en un factor protector de dislexia, puesto que, tomando como base este criterio, un cierto número de pacientes quedaría excluido del diagnóstico. Bishop puso en evidencia que entre gemelos idénticos existía una alta coincidencia respecto al diagnóstico de trastorno específico del lenguaje, mientras que las puntuaciones referidas al cociente intelectual no verbal variaban sensiblemente entre uno y otro hermano gemelo. Si se hubiera tomado como referencia la discrepancia entre nivel de lenguaje y cociente intelectual no verbal, se daría la incongruencia de que a un hermano gemelo homocigótico se le podría diagnosticar un trastorno del lenguaje, pero el otro quedaría excluido a causa de tener un cociente intelectual no verbal más bajo.
El cuarto motivo que pone en evidencia la falta de lógica para el uso de la discrepancia como criterio diagnóstico determinante proviene de la ambigüedad del concepto nivel de lectura. Según se emplee un test de velocidad lectora, de habilidad fonológica o de comprensión lectora, se pueden obtener resultados muy variables. El grado de incongruencia se incrementa al contemplar la variabilidad del cociente intelectual, en un mismo individuo, en función del test de inteligencia utilizado. Por esta razón el diagnóstico de dislexia puede depender en gran medida de factores arbitrarios.
Otros dos cambios se prevén para el DSM V. Por un lado, deja de contemplarse el concepto de adquisición de la lectura como parámetro nuclear del trastorno. En su lugar se especificará que la dislexia se expresa como una dificultad en la precisión y fluidez lectora. Por otro lado, se eliminará la referencia a la comprensión lectora dentro de los criterios, puesto que hay individuos con gran dificultad para la mecánica lectora pero con una comprensión satisfactoria. De ello se desprende que, si bien muchas personas con dislexia tienen una baja comprensión, esta dificultad no es inherente a la dislexia por sí misma.
Con respecto a las causas, todavía se debate sobre la implicación etiológica de aspectos emocionales, pedagógicos, didácticos, motores, de lateralidad, auditivos, visuales, lingüísticos, etc. Según la ubicación conceptual, se proponen formas de tratamiento muy diversas y dispares para un mismo problema.
Debe entenderse que un niño con dislexia no es raro que presente otros problemas asociados: trastorno de atención, problemas en otras aéreas del aprendizaje, problemas visuoespaciales, signos neurológicos blandos, mala motricidad y trastornos emocionales. Esto explica que, al valorar una muestra de niños disléxicos, se pueda observar una gran cantidad de déficit neurológico, perceptivo, de lateralidad y psicológico no necesariamente relacionado con el problema disléxico, es decir, con la capacidad para descodificar palabras sueltas.
La dislexia no es un fenómeno de todo o nada. No es una categoría diagnóstica, sino que es una dimensión. Hasta finales del siglo pasado se consideraba que la dislexia seguía una distribución bimodal, es decir, la población se podría dividir entre los individuos disléxicos y no disléxicos, con una clara divisoria entre unos y otros. El trabajo que marcó una inflexión en esta concepción son los datos del Connecticut Longitudinal Study, basado en una muestra de 414 niños que iniciaron preescolar en 1983 y tuvieron un seguimiento como una cohorte longitudinal. Se demostró que cada una de las puntuaciones para la habilidad lectoría seguía una distribución normal univariante. También se examinó la estabilidad de la dislexia a lo largo del tiempo y se llegó a la conclusión de que la habilidad lectora sigue una distribución normal y que la dislexia representa el extremo inferior en un continuo.
(Información extraída de Trastornos del neurodesarrollo / editores, Josep Artigas-Pallarés, Juan Narbona, 2011)