Tanto el concepto de retraso mental como la consideración social que ha merecido han variado considerablemente a lo largo de la historia. El retraso mental se puede contemplar como una característica individual, un concepto teórico, un síndrome, un síntoma, un valor psicométrico o incluso como una categoría social.
Las primeras referencias sobre dicha situación se pueden hallar en el papiro de Tebas en el que se alude a las alteraciones de la mente producidas por un daño cerebral. Los individuos que lo presentaban recibían un trato muy diverso, según el momento histórico y la sociedad donde estaban ubicados. En la antigua Grecia y en el Imperio Romano el infanticidio era una práctica habitual; por ejemplo, en Esparta los neonatos eran examinados por una comisión municipal de “sabios” que determinaba si un recién nacido era sospechoso de ser deficiente, en cuyo caso debía ser arrojado por un acantilado. Durante el Imperio Romano a los individuos retrasados, niños incluidos, se los vendía con el fin de utilizarlos como elemento de diversión para animar las fiestas. Los primeros líderes religiosos de la humanidad – Jesús, Buda, Mahoma y Confucio – se opusieron a estas prácticas inhumanas. Sin embargo, hasta principios del siglo XIX a muchos niños retrasados todavía se los vendía como esclavos o se los abandonaba a su suerte.
Incluso en la actualidad persisten fuertes prejuicios y tópicos sobre el retraso mental. Basta con reflexionar sobre la gran cantidad de términos que hacen referencia al retraso mental y que, indefectiblemente, poseen una connotación de insulto (tonto, bobo, idiota, subnormal, lelo, memo, necio, alcornoque, imbécil, majadero, tarugo o simplemente “retrasado mental”). Los niños con retraso mental suelen ser motivo de burla y victimización por parte de compañeros de clase. Tampoco es infrecuente que se vean sometidos a un fuerte estrés escolar determinado por un desconocimiento del problema,
La idea más extendida sobre el concepto de retraso mental es que está basado exclusivamente en la determinación de un cociente intelectual (CI) igual o inferior a 70. Si bien esta idea no es falsa, es parcial, y, sobre todo, muy confusa. Es parcial porque no es el único criterio que define el retraso mental. Es engañosa porque, como se discutirá más adelante, el CI es un dato muy impreciso, relativo y conceptualmente discutible. Actualmente coexisten diversas interpretaciones conceptuales sobre el retraso mental que permiten interpretaciones distintas.
La CIE-10 entiende que no es apropiado definir unos criterios clínicos operativos para la investigación de la misma forma que se hace para los demás trastornos, por la razón de que en el retraso mental los dos componentes básicos que lo determinan, el C1 y la adaptación social, están muy mediatizados por influencias sociales y culturales. Por esta razón, la CIE-10 se limita a constatar y definir niveles de habilidades cognitivas. El método para valorar el CI o la edad mental debe determinarse en función de las normas culturales y las expectativas de un individuo en su entorno. La competencia social, factor muy relacionado con la capacidad intelectual,
En el Manual de diagnostico y estadístico de los trastornos mentales IV, texto revisado (DSM-IV-TR), el diagnóstico de retraso mental se codifica en el eje II junto con los trastornos de personalidad, y concretamente dentro de los trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia. En el DSM-IV-TR, a diferencia de la CIE-10, se definen unos criterios diagnósticos específicos. La codificación por niveles se basa únicamente en el C1. La American Association on Mental Retardation (AAMR) parte de una definición prácticamente superponible a las del DSM, según la cual el retraso mental es una discapacidad caracterizada por limitaciones significativas en el funcionamiento intelectual y en la conducta adaptativa, que a su vez incluye gran número de habilidades sociales y habilidades prácticas. Esa discapacidad se inicia antes de los 18 años. El funcionamiento intelectual y adaptativo, de acuerdo con la última revisión de la AAMR, se desglosa en cinco dimensiones:
- Dimensión I: habilidades intelectuales
- Dimensión II: conducta adaptativa (conceptual, social y práctica)
- Dimensión III: participación, interacciones y roles sociales
- Dimensión IV: salud (física, mental, etiología)
- Dimensión V: contexto social (ambiente, cultura, oportunidades)
Esta versión añade las dimensiones de la participación y del contexto social. Con ello se enfatizan las claves para la evaluación diagnóstica y para la determinación de los apoyos que requiere el individuo afectado. Se definen los apoyos como “Recursos y estrategias que persiguen promover el desarrollo, la educación, los intereses y el bienestar personal de una persona y que mejoran el funcionamiento individual necesario”
En cierto modo, el DSM-IV-TR también contempla estas dimensiones, aunque las incorpora en el eje IV (problemas psicosociales y ambientales), donde incluye la disfuncionalidad en las siguientes escalas:
- Problemas derivados del grupo primario de soporte (problemas familiares, abuso físico o sexual, negligencia, etc.)
- Problemas derivados del entorno social (discriminación, marginación, etc.)
- Problemas educativos (oportunidades educativas y calidad de éstas)
- Problemas ocupacionales (falta de empleo, explotación o acoso laboral)
- Problemas de vivienda
- Problemas económicos
- Problemas de acceso a los servicios sanitarios
- Problemas relacionados con el sistema judicial
- Otros problemas psicosociales y ambientales (desastres ambientales, guerras, falta de servicios sociales, etc.)
Los niveles de retraso mental definidos según el CI, y aceptando todas las matizaciones expuestas, siguen siendo útiles para la práctica clínica y para la cuantificación del problema en su perspectiva biológica. De este modo se pueden definir las siguientes características para cada uno de los niveles:
- Retraso mental leve (CI: 50-55 a 70). Comprende a alrededor del 85% de los individuos con retraso mental. Suelen desarrollar habilidades sociales y de comunicación y son difíciles de identificar durante los primeros cinco años de vida. Habitualmente adquieren habilidades sociales y laborales adecuadas para una autonomía mínima, aunque requieren una supervisión, sobre todo en situaciones difíciles o complejas. Con un buen apoyo pueden desarrollar una vida autónoma, útil y satisfactoria.
- Retraso mental moderado (CI: 35-40 a 50-55). Constituye alrededor del 10% de toda la población con retraso mental. Adquieren habilidades de comunicación durante los primeros años. Pueden desarrollar una actividad laboral tutelada, y con supervisión moderada, pueden atender el cuidado personal. Bajo tutelaje o supervisión logran una adaptación a la vida en comunidad.
- Retraso mental grave ( CI: 20-25 a 35-40). Incluye al 3-4% de las personas con retraso mental. En los primeros años apenas adquieren un lenguaje comunicativo. Durante la edad escolar desarrollan un lenguaje elemental y adquieren habilidades básicas de cuidado personal. Si no existen discapacidades asociadas (epilepsia grave, trastorno motor, problemas conductuales importantes), es posible una adaptación a un entorno social, aunque siempre con un soporte.
- Retraso mental profundo (CI < 20-25). Corresponde aproximadamente al 1-2 % de personas con retraso mental. Casi siempre se identifica una enfermedad neurológica. A partir de los primeros años se observa una sintomatología grave, generalmente con manifestaciones motoras y sensoriales añadidas al retraso mental. Requieren siempre un entorno muy estructurado y una supervisión constante.
Puesto que el retraso mental implica, por definición, un CI bajo, se aplica el diagnóstico a niños de edad superior a 5 años, dada la poca fiabilidad de los test de inteligencia por debajo de esta edad. En los menores de 5 años es más apropiado utilizar el término de retraso global del desarrollo. Ello no implica que tras un examen neurológico minucioso no sea posible, desde edades muy tempranas, prever la evolución hacia un retraso mental. Sin embargo, en casos de retraso mental leve aumenta el margen de error, tanto en falsos negativos (niños a los que se les da por normales y posteriormente evidencian retraso mental) como en falsos positivos (privación ambiental externa o problemas neuromusculares no necesariamente asociados a problemas cognitivos; por ejemplo, parálisis cerebral, miopatías o neuropatías).
Gracias a las aportaciones de la AAMR y del DSM-IV-TR, el término “retraso mental” tiende a sustituirse por el de “discapacidad intelectual”. Acogiéndose a esta tendencia, la AAMR actualmente se denomina American Association on Intellectual and Development Disabilities (AAIDD) y anuncia que en el AAIDD Definition Manual on Intellectual Disability, que apareció en 2011, la denominación de retraso mental fue discapacidad intelectual. Esta nueva denominación no pretende ser únicamente un cambio semántico, sino también una forma distinta de entender y abordar el problema de las personas con limitaciones de adaptación al entorno a causa de sus facultades intelectuales. Con ello se pretende enfatizar el aspecto adaptativo determinado por la funcionalidad de la conducta y los factores contextuales. Además, facilita las bases para un soporte individual en un entorno social y ecológico. Por otro lado, resulta menos ofensivo para las personas discapacitadas. Es muy probable que tanto el DSM como la CIE, en sus próximas ediciones se acojan a la tendencia anunciada por la AAIDD.
(información extraída de Trastornos del neurodesarrollo / editores, Josep Artigas-Pallarés, Juan Narbona, 2011)