No todas las niñas abusadas tienen la capacidad de alterar la realidad a través de la disociación, e incluso las que tienen esta habilidad no pueden depender de ella todo el tiempo. Cuando es imposible evitar la realidad del abuso, la niña debe construir algún tipo de sistema de significado que lo justifique. Inevitablemente, la niña llega a la conclusión de que el motivo es su maldad innata. La niña se convence de esta explicación muy pronto y se aferra a ella desesperadamente porque le permite conservar un sentido del significado, de la esperanza y del poder. Si es mala, entones sus padres son buenos. Si es mala, entonces puede intentar ser buena. Si de alguna manera se ha buscado ese destino, entonces de alguna manera tiene el poder de cambiarlo.
Culparse a uno mismo es congruente con las formas normales de pensamientos de los primeros años de infancia en lo que el yo es tomado como punto de referencia para todos los acontecimientos. Es congruente con los procesos de pensamiento de las personas traumatizadas de cualquier edad, que buscan faltas en su propio comportamiento con la intención de encontrar un sentido a lo ocurrido. Sin embargo, en un entorno de abuso crónico ni el tiempo ni la experiencia proporcionan ningún correctivo a esta tendencia a culparse a uno mismo, sino que mas bien se refuerza continuamente. El sentido de la maldad interna de la niña abusada puede verse directamente confirmado por la tendencia de los padres a encontrar un chivo expiatorio. Con frecuencia las supervivientes describen haber sido culpadas no solo de la violencia de sus padres o de su conducta sexual, sino también de otras muchas desgracias familiares. Las leyendas familiares pueden incluir historias del daño que causó la niña por haber nacido, o la deshonra a la que parece estar destinada. Una superviviente describe el papel de chivo expiatorio que desempeñó: “Me pusieron el nombre de mi madre. Ella se tuvo que casar porque estaba embarazada de mí. Huyó de casa cuando yo tenia dos años. Me rieron los padres de mi padre. Nunca vi una foto suya, pero me decían que me parecía a ella, y que seguramente acabaría siendo una zorra como ella. Cuando mi padre empezó a violarme me dijo: llevas mucho tiempo pidiendo esto y ahora lo vas a tener”.
Los sentimientos de ira y fantasías de venganza asesina son respuestas normales a los tratos abusivos. Al igual que los adultos abusados, los niños son irascibles y en ocasiones agresivos. A menudo carecen de las habilidades verbales y sociales para resolver el conflicto y manejan los problemas con la expectativa de un ataque hostil. Las predecibles dificultades de la niña abusada para modular su ira no hacen mas que reafirmar la idea de que posee una maldad innata. Cada encuentro hostil la convence de que realmente es una persona odiosa. Esa condena de sí misma se hace aun mas grave cuando, como ocurre con frecuencia, tiende a dirigir su ira lejos de su peligroso origen y a descargarla injustamente en aquellos que no la provocaron.
La participación en una actividad sexual prohibida también confirma la sensación de maldad de la niña maltratada. Cualquier gratificación que la niña es capaz de sacar de la situación de explotación se convierte en su mente en la prueba de que fue ella la instigadora y la responsable del abuso. Si alguna vez experimentó placer sexual, disfrutó de la especial atención que le prestó el abusador, negoció sus favores o utilizó la relación sexual para obtener privilegios, estos pecados son utilizados como prueba de su maldad innata.
La sensación de maldad interior de la niña abusada se ve consolidada por su forzosa complicidad en crímenes hacia otros. Las niñas se resisten a convertirse en cómplices e incluso pueden llegan a elaboradas negociaciones con sus abusadores, sacrificándose ellas mismas para proteger a los demás. Estas negociaciones fracasan invariablemente, porque ninguna niña tiene el poder o la capacidad de desempeñar el papel de un adulto. En algún punto, la niña puede inventar una forma de escapar de su abusador, sabiendo que este encontrará otra víctima. Puede mantenerse callada cuando es testigo del abuso hacia otro niño o incluso puede verse forzada a participar en la victimización de otros niños. En la explotación sexual organizada, la iniciación completa en el culto exige la participación de otros en el abuso.
Con frecuencia los supervivientes se describen a sí mismos como seres fuera de las relaciones humanas normales, como criaturas sobrenaturales o formas de vida no humanas. Se consideran brujas, vampiros, zorras, perros, ratas o serpientes. Algunos utilizan una imaginería de excrementos o suciedad para descubrir su sentido interior del yo.
Al desarrollar una identidad contaminada y estigmatizada, la victima infantil coge el mal del abusador y se lo mete dentro y de esa manera preserva sus vínculos primarios con sus padres. Como su sentido interior de maldad está preservando una relación, la victima no prescinde de él con facilidad ni siquiera después de que hayan acabado los abusos. De hecho, se convierte en una parte estable de la estructura de su personalidad. Los trabajadores sociales que actúan en estos casos deben convencer a las victimas infantiles de que la culpa no es suya, pero las niñas se niegan a que se les absuelva de su culpa. De forma parecida las supervivientes adultas que han escapado de situaciones de abuso siguen despreciándose y asumiendo la culpa y la vergüenza de sus abusadores. El profundo sentido de maldad interior se convierte en el núcleo alrededor del cual se forma la identidad de la niña absuelta y eso persisten hacia la vida adulta.
Si la niña abusada es capaz de rescatar una identidad mas positiva, a menudo llega hasta el extremo de la autoinmolación. En ocasiones, las niñas maltratadas interpretan que han sido victimas por una especie de propósito divino. Abrazan la identidad del santo elegido para el martirio como una forma de conservar un sentido del valor.
Esas identidades contradictorias, un yo degradado y un yo exaltado, no pueden integrarse. La niña abusada no puede desarrollar una imagen cohesionada de ella misma con virtudes moderadas y fallos tolerables. En el entorno de los abusos, la moderación y la tolerancia son cosas desconocidas. La autorrepresentación de la víctima se mantiene rígida, exagerada y dividida. En las situaciones mas extremas estas dispares representaciones de uno mismo forman el núcleo de los alter ego disociados.
En la representación interior que la niña tiene de otras personas también ocurren fallos parecidos de la integración. En su intento desesperado por conservar su fe en sus padres, la victima desarrolla imágenes muy idealizadas de al menos uno de ellos. En ocasiones, la niña intentar conservar el vinculo con el progenitor que no la ataca, y excusa o racionaliza el fallo en la protección atribuyéndolo a su propia falta de valor.
A lo largo del desarrollo normal, el niño adquiere una sensación segura de autonomía mediante la formación de representaciones interiores de cuidadores fiables y eficientes, las cuales pueden ser evocadas mentalmente en momentos de sufrimiento. Los prisioneros adultos dependen de estas imágenes internas para conservar su sentido de la independencia. En un clima de abuso infantil crónico, estas representaciones internas no pueden formarse: son repetida y violentamente destruidas por la experiencia traumática. Incapaz de crear un sentimiento interior de seguridad, la niña maltratada se hace más dependiente de las fuentes externas de consuelo que los demás niños. Incapaz de desarrollar un sentimiento solido de independencia, la niña abusada continúa buscando desesperada e indiscriminadamente a alguien de quien depender. El resultado es la paradoja observada con reiteración en las victimas infantiles de abuso: al mismo tiempo que se encariñan con los extraños, también se aferran tenazmente a los padres que las maltrataron.
Esta compleja psicopatología ha sido observada desde los tiempos de Freud y Janet. En 1933, Sandor Ferenczi describió la atomización de la personalidad del niño maltratado y reconoció su función de adaptación para conservar la esperanza y la relación. Medio siglo después, otro psicoanalista, Leonard Shengold, describió las operaciones de fragmentación de la mente elaboradas por los niños abusados para preservar la fantasía de unos buenos padres. Señaló el establecimiento de divisiones aisladas de la mente en las que nunca se permite que se cohesionen las imágenes contradictorias del yo y de los padres en un proceso de separación vertical. La socióloga Patricia Rieker y la psiquiatra Elaine Carmen describen la patología central en las victimas infantiles como “una identidad desordenada y fragmentada que deriva de la acomodación a los juicios de otros”.
(Información extraída de Trauma y recuperación cómo superar las consecuencias de la violencia / Judith Herman, 2004)